Rocío desde pequeña decía recordar un enorme campo de rosas. Decía que venía de allí, que jugaba allí y alguien vestido de blanco, vino a preguntarle si quería volver.
Como ella le dijo que si, este ser, le dio la mano y se dirigieron a una enorme nube de color rosa, y ella sintió que volaba.
Creció siempre con gran amor a las flores, sobre todo a las rosas, así que cuando fue mayor, compró un establecimiento y se dedicó al cultivarlas.
Los últimos años, la acompañaba Ámbar, una perrita, la cual no se despegaba de ella. Pasaban horas en el campo, sentadas en la hierba observando el horizonte, pues hasta allí se extendían las rosas. Podía vérselas a lo lejos. Rocío con un sombrero de paja que la protegía del sol y Ámbar saltando entre las flores.
Al envejecer, siempre dijo que quería que esparcieran allí, sus cenizas.
Un día se sintió mal, y fue su perrita quien alertó a su hijo.
Ella logró llegar a la casa caminando, pero sintiéndose muy mal. La sentaron en una silla bajo el corredor, quitaron su sombrero y le mojaron la cabeza. Siempre le decían que tuviera cuidado con el sol, que estaba demasiado fuerte a veces, cuando decidía salir a caminar. Ámbar se acostó a sus pies y se los lamía, como intentando reanimar a su ama.
Rocío tuvo que ser internada y a los días falleció.
Su familia cumplió con su pedido, y arrojaron las cenizas en el campo de rosas.
La pequeña perrita, se sentaba y observaba el horizonte, buscándola. Pasaba ratos en el campo, luego volvía y se acostaba debajo de la silla, donde su ama estuvo sentada el último día.
Pasaron los días y la perrita hacía su rutina, iba al campo y volvía a la silla.
Una tarde, al cumplirse un mes de la muerte de Rocío, la familia escuchó como Ámbar ladraba muchísimo en el campo, de una manera extraña.
Al rato, la vieron volver corriendo a la casa y ésta vez, no volvió a la silla, sino que fue directo a la falda de una de las nietas de Rocío. Subía y bajaba de la upa y corría a la puerta, mirándolos con gran ansiedad. Roque, el hijo de Rocío y padre de la nena, decidió seguirla.
Era evidente que algo quería. Al llegar al campo, al lugar donde solían sentarse Rocío y la perrita, encontraron el sombrero de paja entre las flores.
Nadie comprendía que hacía allí aquel sombrero. Nadie de la familia, lo había dejado allí. Lo único que les quedaba pensar, era que el viento lo había volado, puesto que lo mantenían en un perchero próximo a la ventana, en la habitación que había sido de Rocío.
Cuando llegó a la casa, Roque subió a la habitación, y no encontró el sombrero ni respuestas, sino más preguntas que nunca tuvieron explicación. Un rosa blanca, perfecta e inmaculada, descansaba sobre la cama de Rocío.
Como ella le dijo que si, este ser, le dio la mano y se dirigieron a una enorme nube de color rosa, y ella sintió que volaba.
Creció siempre con gran amor a las flores, sobre todo a las rosas, así que cuando fue mayor, compró un establecimiento y se dedicó al cultivarlas.
Los últimos años, la acompañaba Ámbar, una perrita, la cual no se despegaba de ella. Pasaban horas en el campo, sentadas en la hierba observando el horizonte, pues hasta allí se extendían las rosas. Podía vérselas a lo lejos. Rocío con un sombrero de paja que la protegía del sol y Ámbar saltando entre las flores.
Al envejecer, siempre dijo que quería que esparcieran allí, sus cenizas.
Un día se sintió mal, y fue su perrita quien alertó a su hijo.
Ella logró llegar a la casa caminando, pero sintiéndose muy mal. La sentaron en una silla bajo el corredor, quitaron su sombrero y le mojaron la cabeza. Siempre le decían que tuviera cuidado con el sol, que estaba demasiado fuerte a veces, cuando decidía salir a caminar. Ámbar se acostó a sus pies y se los lamía, como intentando reanimar a su ama.
Rocío tuvo que ser internada y a los días falleció.
Su familia cumplió con su pedido, y arrojaron las cenizas en el campo de rosas.
La pequeña perrita, se sentaba y observaba el horizonte, buscándola. Pasaba ratos en el campo, luego volvía y se acostaba debajo de la silla, donde su ama estuvo sentada el último día.
Pasaron los días y la perrita hacía su rutina, iba al campo y volvía a la silla.
Una tarde, al cumplirse un mes de la muerte de Rocío, la familia escuchó como Ámbar ladraba muchísimo en el campo, de una manera extraña.
Al rato, la vieron volver corriendo a la casa y ésta vez, no volvió a la silla, sino que fue directo a la falda de una de las nietas de Rocío. Subía y bajaba de la upa y corría a la puerta, mirándolos con gran ansiedad. Roque, el hijo de Rocío y padre de la nena, decidió seguirla.
Era evidente que algo quería. Al llegar al campo, al lugar donde solían sentarse Rocío y la perrita, encontraron el sombrero de paja entre las flores.
Nadie comprendía que hacía allí aquel sombrero. Nadie de la familia, lo había dejado allí. Lo único que les quedaba pensar, era que el viento lo había volado, puesto que lo mantenían en un perchero próximo a la ventana, en la habitación que había sido de Rocío.
Cuando llegó a la casa, Roque subió a la habitación, y no encontró el sombrero ni respuestas, sino más preguntas que nunca tuvieron explicación. Un rosa blanca, perfecta e inmaculada, descansaba sobre la cama de Rocío.